‘Mestizofuturismo’: La ficción sónica como especulación post-colonial en la Medellín del nuevo milenio

Ponencia en el foro del 17 Festival de la Imagen. Manizales, Colombia, 2018 | Proceedings PDF

RESUMEN

A partir de un análisis de algunas expresiones del hip-hop y el techno de las dos primeras décadas del siglo XXI en Medellín, se busca indagar en cómo la ficción sónica planteada por Kodwo Eshun, permite la especulación en territorio no como construcción de un modelo de ciudad sino en tanto creación de grietas donde se deshace la pretensión de homogeneidad en la búsqueda del espacio y más bien se opta por rutas alternas, otros espacios dentro de la virtualidad del ciborg, en los que se disuelven jerarquías de la materia y los elementos ontológicos que inciden en cualquier intención topográfica dan paso al sonido para que proponga su propio mundo. Partimos del hip-hop, pasamos al techno y finalmente ahondamos en la ecología sónica que nos deja ad portas del mito del mestizofuturismo.

Palabras clave

Mestizofuturismo; ficción sónica; Medellín; ecología oscura; hip-hop, techno, realismo especulativo. 

I. MERIDIANO PSICOTRÓPICO

“Cómo no explotar si nacimos en la nueva granada”, se pregunta en un micrófono Granuja, rapero de Medellín que en otra ocasión hablaba del “azar del meridiano psicotrópico” y el “círculo vicioso” que es hoy nuestro mundo; un bucle, un ser con doble sentido, una paradoja. Pero ¿Cómo nacer si el embrión mismo implica explotar? ¿El mestizo nace? ¿Qué es lo que nace tras la colonia? ¿De quién es hijo aquel resultante de una mezcla indefinida? ¿Qué lugar reclamamos? ¿Qué le pertenece a quién en esta tierra por defecto usurpada? ¿Tendremos tiempo? ¿Qué somos? Qué vamos a pretender eso del ser, nosotros, que brotamos de la anacronía y hemos vivido en el mito la realidad y viceversa. Nosotros, que no tenemos sueños si no realidades, como dice el rapero en una de sus canciones, asumiendo ese estado de hipnagogia –ese estado donde la vigilia y el sueño son indistinguibles– y no el ser, pareciera ser el fundamento de nuestra realidad.

“No soy el futuro”

Nacimos entonces en un meridiano hipnagógico, un espacio intermedio, una grieta de las cosas. El mestizaje es realmente un encuentro de las posibilidades de los objetos, por ende, la cuestión será la de asumir ese ruido extraño y disponerse a la escucha que, aún en la oscuridad de nuestros tiempos y la incertidumbre de nuestros espacios, resguarda la pregunta por el sentido. Ahí, como una granuja, en medio del absurdo, del intersticio, del cinismo, la escucha se presenta como espacio para eso que el teórico Kodwo Eshun llama ficción sónica y se refiere a los mundos del sentido y los encuentros conceptuales internos de una propuesta sonora, donde todo dice: la postura, la carátula, los títulos, la presentación, el sonido en vivo, etc. En el caso de Granuja la condición se cumple a cabalidad: está a fin de cuentas lejos de Medellín, lejos del concreto, observando la función, sumergido en la escucha, en el vinilo, en el sample, en la rima; estudiando, gritando y amando en rap, de tal modo que este se convierta en una oportunidad para no solo plasmar, sino engendrar su filosofía de vida.

La crónica polisémica de Granuja nos sirve de entrada a un panorama que, aún siendo tan volátil, es íntimamente realista, crudo y sincero como lo es el de la Medellín del temprano milenio. Una ciudad sin futuro, pero con el fantasma de uno creado por el progreso, una Medellín espectral, entendiendo por espectro la noción que nos ofrece Mark Fisher del espectro no como algo sobrenatural, sino como “aquello que actúa sin existir (físicamente)” (Fisher 2014). La ciudad que recorre Granuja con su pipa, es fantasma, ambigua, dicotómica, asimétrica, indirecta, caricaturesca. Porque no existe, pero está; porque no es, pero aparece; porque no tiene sentido, pero lo construye. “Ya no soy niño” –dice el rapero– “no soy el futuro. Soy el presente y no creo en Jah, creo en el ya, y en ese jazz, la vida es adyacente a la muerte.”, dejando así clara su manera de anular el tiempo y asumir nuestro estado de perpetua emergencia.

Pero que su propuesta no se entienda como nihilismo pueril, ya que es todo lo contrario: una reconfiguración oscura –aunque vitalista– del estado de cosas, donde la ironía es herramienta lógica privilegiada para saciar el afán de liberación de aquello que nos quiera mantener fuera del presente. Por ende, la oscuridad aquí no es depresión sin más, sino realismo atento al embrujo y absuelto del tiempo mismo. En una de sus canciones dice Granuja que mató el cóndor y quemó Macondo, como una forma quizás de expresar su condición existencial ante esa Colombia fantasma, expuesta aquí desde un magistral uso del verso y la metáfora, de la rima y la figura fonética, del ritmo de tradición y el tono justo. Hay en Granuja crítica, poesía, política, ensoñación y comedia. Hay referencias o abstracciones, hay tanta erudición como banalidad en el lenguaje, un constante contraste entre lo popular y lo universal, un retrato mágico de la vida, un realismo especulativo en las raíces mismas del sonido de la montaña.

Big Data

Si llevamos más lejos la cuestión, podríamos pensar en la idea del antropoceno y la idea de un momento de la tierra donde nos hacemos conscientes de la magnitud terrestre y nuestra agencia en el entramado ecológico, la situación de Medellín no vendría siendo muy diferente a la del mundo mismo: todo se acabó y este Macondo, como siempre, retornó a la soledad. Hemos acabado con todo y solo nos queda un futuro paradójico que, como apunta el filósofo Timothy Morton, es “impensable, aún así lo estamos pensando” (Morton 2016). 

En esto tienen que ver mucho los medios de comunicación y las estrategias de la audiovisión en general. Granuja bien se aprovecha de las figuras de la propaganda y propone una mecánica interesante para especular sobre los tiempos de esa máquina audiovisual que la tecnología constituye. David Toop, por ejemplo, habla de cómo los medios han hecho del mundo un teatro y cómo nuestra cultura actual es “etérea, absorta en perfume, luz, silencio y sonidos de ambiente, desarrollada en respuesta a la intangibilidad de las comunicaciones del siglo veinte” (Toop 2016). A esto podríamos sumar la asimetría y el cinismo misterioso de las cosas del que habla el mismo Morton (2013) o incluso el anacronismo y la inercia que Mark Fisher asigna al siglo XXI (Fisher 2014), donde la cuestión trata de simultaneidad y no linealidad de tiempos, por ende, muere el futuro hegemónico y proliferan tiempos perdidos, dormidos, extraños o vacíos, como una fuga de fantasmas en la suspensión temporal de la ciudad.

Refleja Granuja a la perfección esta dicotomía de tiempos, la gran maleza de cosas, ese rizoma de sentidos de lo real donde parece jugarse el mundo y sus siluetas. La composición del rap de Granuja es a ratos excesivamente críptica, a ratos simple y perspicaz, tan personal como universal, aforística pero extrañamente narrativa, acelerada en un continuo sónico de frases con múltiples capas de sentido. Su voz genera en la escucha mutaciones irreversibles, una profunda expansión de lo imaginable y solo lograda por un “militar del rap en trance” que conoce esas abstracciones esotéricas y terroristas que Eshun le otorga a la arquitectura hip-hop (Eshun 2018) salvo en el caso del Granuja, asumida como una ciencia anclada en la escucha y la atención al detalle de lo que se dice, por ende, cada vez despojando de sus letras toda referencia obvia, para en vez de ello acudir a una contienda más seria con el andamiaje mismo de lo real en su código y su abstracción. En ese sentido, Granuja construye una máquina reactiva a partir de su capacidad de ahondar en el mar de información de nuestra era cibernética. Su estrategia será en ese punto crear un rap hipertextual, encriptado, enmarañado. Un rap que se revela únicamente tras muchas escuchas, tras conectar los tantos sentidos posibles de las palabras que contiene, tras entender los universos paralelos que construye narrativamente y ubica meticulosamente en su compleja dinámica verbal, que nunca llega a ser estructura.

Como una granuja

No hay que olvidar que estamos ante un culebrero, un bufón, un gran ilusionista que viene a señalar la comedia del mundo mediante una diatriba ideológica que le permite crear ironías políticas, aludir a eventos históricos, reflejar agujeros de la sociedad, exponer el teatro de lo real o declarar la abolición de dogmas, normas y creencias. Rap ateo, rap herético, pagano, especulativo, escéptico. Desde la tragedia de Armero hasta la oscuridad de Nuquí aparecen reflexiones que cruzan la metáfora universal y la referencia local para brindar varios sentidos y abogar por nuevas versiones de las cosas. 

La heterogeneidad de la propuesta de Granuja se basa precisamente en esa constante consideración de lo real y lo imaginario, de ese juego con la versión del mundo desde la ficción sónica. Su uso del lenguaje recuerda otra idea de Eshun: la del alfabeto como tecnología ubicua (Eshun 1998) que hace parte de una ciencia hip-hop que opera como una ingeniería conceptual, rítmica, sónica, con fines subversivos hacia un determinado sistema. Pareciera siempre un juego de utopías, una guerra de mundos posibles, una batalla por la realidad en la que Granuja poco a poco se va acercando a esa dimensión del rap que se hace consciente de lo que Eshun llamaría máquina futurítmica, concepto empleado con el fin de identificar modelos de armazones reactivos, militantes, capaces de generar en sí mismos conceptos, mundos, posibilidades en la expulsión de la sonoridad en sí, aquí fuerza política, material y social, al tiempo que onírica, imaginativa y futurista. 

La ficción sónica en este sentido sirve como estrategia de reconfiguración cibernética, como plan de expansión del espacio psicofísico, como un juego de sátira y elevación reflexiva que en la oscura paranoia de Granuja, logra combinar el país y sus dramas, pero también evidenciar la constante filtración ideológica que da forma a gran parte de la ficción sónica del rapero, comenzando por el mencionado misterio del mundo que se hace presente en sus reflexiones más existenciales, hasta alcanzar una suerte de realismo que si bien es consciente del caos del presente, es suficientemente inteligente como para trascenderlo desde la ironía y la fugacidad del doble, triple, u óctuple sentido que da el rapero a sus palabras. Con estas no construye un mundo ni un personaje, sino una plataforma para que cada oyente sea a fin de cuentas quien complete la ecuación y edifique la versión de los hechos que más le convenga a su ficción.

II. MESTIZOFUTURISMO

Preguntarse por esa mezcla de dimensiones –política, temporal e imaginaria– es sin duda un punto en el que es menester renunciar en algún momento a la dimensión lírica. La palabra es virtud y por eso una expresión como el rap le debe la vida. Pero la palabra es también ambigüedad y engaño, contradicción y virus, y por eso una expresión como el techno es necesaria dentro del entramado sónico de un proyecto futurista: porque sus canciones carecen de letras, salvo algún trozo de grabación, o uno que otro extraterrestre ante el vocoder. Por lo general el impulso del techno carece de presencia de la voz humana y más bien está habitado por simbiontes que entre la red y la escucha crean fantasías capaces de superar el hecho mismo de componer sonidos e interpretarlos en máquinas, para pasar más bien a una militancia con el espacio y el cuerpo. Si en el rap de Granuja no escapamos del espacio infinito del meridiano psicotrópico, en la ficción sónica del techno local, será imposible dejar de moverse en cualquier sentido; dejar de viajar en el tiempo.

El no futuro del mestizo

Antes de adentrarnos en el techno, vale la pena considerar la idea del mestizo como impulso futurista por sí mismo, antes de pensar en máquinas y robots como los elementos predilectos de lo que aquí llamamos futurismo. En ese sentido la tecnología siempre ha estado, y se rumora de hecho que las ciudades anteriores a nuestro tiempo, poseían dispositivos aún más interesantes que los que hoy aparatosamente nos rodean. El techno no entonces es futurista por hacerse con máquinas, sino por emplearlas para viajar en el tiempo, como algunos habrán hecho antes con las guitarras, los telescopios o las plantas sagradas. Así podemos pensar el mestizaje como el futuro y no solamente un futuro del mestizo. Porque se trata de asumir la tecnología como figura determinante en el entramado de lo real y al mismo tiempo la necesidad lo mestizo como realidad única posible entre la heterogeneidad que la máquina representa. Es por ende una tensión inagotable de utopía y contra-utopía, cosmogonía máquina desarrollada no por la hegemonía de un mito sino por la interacción y fecundación mutua de diversas mitologías que se baten en la virtualidad del ciborg.

Pero si como ya indicamos antes, el mestizo nació sin tiempo, ¿entonces qué es realmente eso que podría llamar futuro? ¿Qué sería un futurista en un tiempo no lineal? Y aún más raro: ¿En qué consistiría un mestizo futurista? Para ello debemos recurrir al techno, y concretamente a un agente sónico que viene a ser probablemente uno de los más importantes en nuestra investigación: el productor local Verraco, quien plantea el futurismo como una lucha con y desde el tiempo, donde se incluye el pasado que se tiende a reavivar en el futuro, pero a su vez se incluye el futuro que se suele imponer con el fin de perpetuar modelos absurdos, como esos tantos mecanismos de opresión, explotación o desaparición que han acogido estas tierras desde tiempo sin principio. La idea de Verraco y su sello Insurgentes –cuyo logo parece inspirado en el puño en alto de lo que antaño era el bloque socialista–, es precisamente la de generar una postura política y social, al mismo tiempo imaginativa y estética, donde sea posible darle cabida sónica al impulso de resistencia y revolución que nos ha permitido por décadas ocupar ese espacio psicofísico habitualmente invadido por otras señales del sistema.

Verraco es evidencia de una apropiación del espacio mental propia del techno, eso que Eshun explora bajo la idea de technofication y relaciona con la posibilidad de llenar de techno tanto una ciudad como una persona, de tal forma que la ficción sónica sirva para reconstruir paralelamente el espacio y el mecanismo que lo habita. Se trata de una síntesis del sí mismo, un constante intercambio de impulsos que constituyen lo vivo y en el caso de Insurgentes se manifiesta como tendencia a la resistencia en términos de mantenerse en la búsqueda de una emancipación sónica.

No estamos pintados en la pared

En el contexto local la palabra verraco o verraquera se utiliza de varias maneras, principalmente dos: por un lado, denota pujanza e ímpetu: ‘actuó con verraquera’, ‘es admirada por verraca’. Por otra parte, hace alusión a la rabia y el dolor acumulados: ‘está enverracado’, ‘se fue muy verraco del lugar’. Ambas acepciones estarían en juego aquí y valdrían para hablar del mestizo, que también tiene tanta rabia como ganas de levantarse diariamente a continuar. El impulso de opresión y visión rebota entonces en fuerza e imaginación. Por eso la ficción sónica de Verraco propone agitación, en su caso a la manera de un arriero electrónico, que igual a los de antaño pero sin otra mula que las máquinas, trae nuevos artefactos, como sus tres primeros EPs que configuran la génesis de su sonido: un primer vinilo blanco que en el centro lleva la imagen de lo que parece un indígena guerrillero; un segundo disco, que será negro y mostrará un andrógino encapuchado en la portada; y el tercero, rojo y con un futbolista de tez morena celebrando un gol.

Entre la precaria, aunque justa información que tiene cada disco, se vislumbra algo de eso que Eshun llama conceptechnics, para referirse a conceptos que nacen dentro del mundo de la ficción sónica, de los productores, los sellos y sus obras. En el primer disco, titulado ‘Resistir’, aparece el concepto de ‘mestizofuturismo’, que se va a consumar la perfección en la fábula sobre la cual se construye el tercer disco, titulado ‘Don’t Kill ’em All’ (No los maten a todos). El concepto en ese caso fue inspirado por un potente símbolo: un afiche del grafitero Toxicómano, pegado cerca a la famosa discoteca :// about blank de Berlín. En él, una foto del futbolista Freddy Rincón celebrando eufóricamente un gol contra Alemania en el 90, en el que sería uno de los partidos más importantes de la historia del fútbol colombiano. La frase al lado del afiche: “No estamos pintados en la pared”.

Si nos detenemos en algunas sugerencias alegóricas de la afirmación, es evidente por un lado la cuestión del grito afro de quien logra superar al alemán en un enfrentamiento. Pero también es el ejercicio político de no solo reflejar el hecho –al pegarlo en una pared–, sino de agregarle la denuncia, al jugar con una frase que en la jerga popular denota un reclamo de atención. Clamar que no estamos pintados en la pared es decirle al mundo que merecemos atención. Pero quizás hay que ser realistas: estamos pintados en la pared y más allá de intentar renunciar al hecho de ser mera pintura, deberíamos entender de donde viene esa necesidad por no pasar desapercibidos. Es innecesario hoy tejer dicotomías entre el afuera y el adentro, entre lo propio y lo del otro, por ello más bien prescindamos de la pared y pintémonos en la oscuridad del tiempo que queda, el tiempo del sonido.

Afrofuturismo, un espejo

La construcción de una ficción sónica como impulso de resistencia de una diáspora ante el discurso dominante de una determinada mecánica que pretende la autoridad, no es algo que hayamos inventado. Tampoco lo es la pobreza de un lugar marginal ni la ironía de pensar un mundo solo para hombres blancos. Y mucho menos novedad será el tratamiento de estas cuestiones en un panorama de ciencia ficción, donde la especulación establece la crítica, la grieta y la ruta alterna a la historia común. Nada de esto es nuevo porque es un espejo de un impulso anterior: el afrofuturismo. Pero la novedad es una quimera que no queremos perseguir, por ende, más que copiar un concepto en busca de lo nuevo, lo valoramos como un reflejo, una sugerencia o un ejemplo. La cuestión no será tan simple como cambiar afro por mestizo y aplicar una misma ‘lógica futurista’. Básicamente porque no hay una lógica tal y, no son ni los mismos tiempos, ni el mismo espacio, ni la misma tecnología. No se trata de la misma historia ni la misma búsqueda. La imaginación es también otra porque la memoria también lo es, así que son tantas variables que realmente no tiene sentido pensar el mestizofuturismo como una especie de revestimiento mestizo del afrofuturismo. 

Como tal, el mestizofuturismo podría ser en gran medida una continuación del llamado que el afrofuturismo mismo tendría en su raíz. Es en cuanto tal un rebote, un reflejo, un impulso nuevo de algo que ya venía creciendo. En términos concretos de la ficción sónica se trata en cierto sentido de un rebote cultural de ciudades como Detroit o Berlín, donde antes de los festivales y clubes famosos, había danzas okupa y lugares clandestinos, algunos de ellos luego convertidos en clubes legales y recocidos. A su vez se reunían productores en el anonimato a crear pistas que luego estarían retumbando en alguno de estos lugares, similar a como sucede en las noches de la Medellín bajo tierra. Esto es porque el techno, además de implicar una reconfiguración mental constante, es ante todo un acto político con el espacio y el cuerpo, con una escucha que baila y se toma el territorio desde la ficción sónica.  

III. MANTÉNTE EN MOVIMIENTO, SI PUEDES

Programar ciudades sónicas

En un apasionante libro sobre el techno y el Berlín posterior a la caída del muro, Felix Denk y Sven Von Thülen exponen tres razones por las que el techno se convirtió en “banda sonora del momento excepcional que siguió a la caída del muro”: “el ímpetu del nuevo sonido, la magia de los lugares y la promesa de libertad” (Denk y Von Thülen 2015). Si bien no podemos hablar de un fin de la guerra en un espacio como Medellín, donde es difícil derrumbar muros porque a veces son fronteras invisibles, o donde no puede exigirse a veces justicia ya que los encargados de hacerla cumplir están ocupados alterando el tablero para sí mismos, si podemos atrevernos a buscar otras ciudades, vivas aun cuando nunca serán la de antes y tampoco gozarán de un mañana, pues ya no se volverá a llamar Medellín y no tendrá de otra que abandonar la imagen de ave fénix que le quieren imponer.

Ya dijimos que la ciudad anterior se explotó, se quemó, pero no del todo porque subsistió su fantasma, como si las cenizas no hubiesen sido suficientes como para clamar un renacimiento, como sabiamente indicó el escritor Pablo Montoya (2017). Lo que nos queda es por ende buscar rutas en esta ciudad fantasma, donde abunda la denominada narcocultura, donde hay vacíos aún más profundos en salud y educación, problemas ambientales delicados a causa del desmedido progreso industrial, absurda fragmentación del poder con alta corrupción y criminalidad, entre otros problemas que no son aquí nuestro tema, pero cabe mencionar para tener presente que tanto como aquel que le rinde culto al rap, como quien participa en el rito del techno, están en un panorama aún agreste, aún lleno de conflicto y dicotomía. Estos artistas operan todos en una ciudad intersticial donde se cumplen los tres elementos que mencionan Denk y Van Thülen: el frenesí y el furor de la sonoridad entrante, los espacios mágicos y el impulso místico de liberación y trascendencia. 

Moverse

Se trata de esquemas que no le hablan por ende a una ciudad anterior o posterior sino a una fuera de cualquier línea y más bien presente como oportunidad para programar y alterar los esquemas preestablecidos de lo que consideramos como territorio, abandonando así tanto la ciudad del pretérito como la del mañana, y en vez de utopías absolutas, planteando plataformas abiertas de construcción sónica desde donde se busquen espacios sin fronteras, mundos invisibles, puntos desde donde viajar a otras zonas de lo posible, como lo que busca Move, un colectivo de Medellín que se dedica a promover la cultura electrónica por medio de ritos sónicos que se apropian de la ciudad con el fin agrietar sus códigos, sus mecanismos, su estructura y su potencial como portal a ciudades futuras. “Mantente en movimiento, si puedes”, es uno de sus lemas, donde se resume con creces lo que serían sus dos pilares: el baile y la militancia. El segundo se construye mediante el primero, por tanto, el activismo gira en torno al sonido, y este a su vez da lugar al baile como mecánica de esa ciudad espectral. 

La dinámica de Move es la de una expedición cibersónica por el área metropolitana que busca restituir de forma subrepticia del entorno material y acústico y desde allí convocar objetos sonoros no identificados y señales de otras galaxias. Es toda una tradición en el techno, una conocida práctica de invadir espacios abandonados, como un bunquer que se rumora pertenecía a la mafia y en el que Move metió a un comandante del sonido de alto rango, como DJ Stingray.  Y es que esa Medellín cíclica, psicotrópica y mestizofuturista, no podría ser mejor escenario para montar una estación espacial internacional de sonoridad, en el caso de Move a partir de un proceso básico de colaboración entre DJs, artistas, promotores y oyentes, todos operando para aprovechar vacíos de la ciudad a la manera de plazas subculturales. Cada uno de los integrantes de Move es un viajero del futuro comprometido con la idea de construir enlaces con el presente. Su constitución no tiene otro fin que aprovechar la pista de baile como entorno político y catártico, propio para esa ravelation de la que habla Simon Reynolds (2014) cuando se refiere a las epifanías de la pista de baile, esos momentos donde el cuerpo, el territorio y la imaginación se reprograman conjuntamente.

En Move hallamos que este proceso en su intención de desterritorialización, no enfoca en reconstruir Medellín, sino más bien en utilizarla de estación de aterrizaje, templo, o punto de conexión. La ciudad misma aparece como conjunto de variables que pueden reprogramarse desde lo audiotáctil, como diría Eshun. Así el movimiento en la escucha y el cuerpo mismo se presentarán como vías políticas que permiten romper con la tradición local e instaurar modelos de otros mundos. Así, un colectivo de oyentes se convierte de repente en una plataforma donde se confeccionan mundos posibles, cosa que solo se comprende estando ahí, sintiendo cómo el sistema sonoro destruye toda noción de gravedad y cómo el sonido atraviesa cuanto objeto se mete en su laberinto: los recuerdos de la semana, los sueños a futuro, las formas, las ideas, los espacios. Todo colapsa en medio de horas seguidas de explosión cibersónica, donde arpegiadores, LFOs, pulsos de voltaje, bits o números se esparcen y se juntan cual ecosistema.

El amor es la respuesta

Como ya decíamos, hay que tener presente que las acciones de Move no operan posterior al conflicto de Medellín, sino posterior a sus primeras etapas; porque el conflicto sigue y mientras unos se las arreglan para articular su cuerpo en el movimiento del sonido dentro del rave, en ‘la misma’ ciudad otros agitan sus órganos para alcanzar la precisión necesaria que implica un disparo a cualquier cuerpo que se mueva. Rave y crimen conjuran de nuevo la ambigüedad entre las calles, y en una ciudad de plasticidad extrema, donde se otorgan motines a aquel que deje a otro quieto ‘de por vida’, será sin duda meritoria una militancia por el movimiento. Así como habrá guerrillas coleccionando cadáveres, las habrá convocando danzantes y la diferencia no sería simplemente que unas usen armas y las otras tornamesas sino también el hecho de que la una es basada en la materia y la otra no, por tanto, una se inclina por valores como el dinero y el poder, y la otra apuesta por asuntos como el amor y el sonido.

Sí, el amor. Para máquinas reactivas como Move la materia es simple medio, el dinero es solo puente, y la respuesta –como dicen las camisetas del colectivo– es el amor. Pero no un amor religioso, sentimental o personal, sino un amor místico, de compartir entre oyentes. Amor como liberación ante la escucha, como impulso de plenitud sónica, aquí anclado a la idea de una ficción sectaria y militante que busca aprovechar una grieta en la historia de Medellín. Sería erróneo llamarla religión y podríamos considerarla más bien como espacio que hereda esa “tensión entre la tendencia militante y el impulso místico” (Reynolds 2014) del que habla Reynolds cuando estudia movimientos como Underground Resistance, ejército de la sónica Detroit, de cuyo impulso Move será en gran parte heredero. Por su sonido extraterrestre, su postura política, su acción social, su gesto acusmático, sónico, incluso terapéutico. Es un linaje bien conocido del techno de culto, referente de muchos otra, cimentado un impulso que bien podría ser global, universal, para todos los entes: “trascender la opresión terrenal mediante el viaje por «extraños caminos celestiales» de la imaginación.” (Reynolds 2014).

Por ello Move es el ejemplo perfecto de la importancia que tiene en Medellín el techno a la hora de trascender ciertas categorías que definen el estado de cosas, evidente además en su forma de apropiarse del espacio y de plantear ritos cibersónicos en lugares abandonados, inusuales o clandestinos, trazando una militancia topográfica cuyo valor radica en que estamos hablando de una Medellín posterior al siglo XX, posterior a esa que venden las películas, pero también reticente a la mencionada imagen del ave fénix que pretenden los progresistas de la innovación. Todos hablan de Medellín, pero Medellín se disolvió y quedó en un limbo, en un tiempo suspendido, una grieta embrujada e irreversible. Tal vez Medellín será siempre esa dramática máquina mística que describe Gonzalo Arango en el 63: un lugar “ideal para místicos” pero donde viven “los industriales antioqueños.” (Arango 1963).

IV. DESPUÉS DE MEDELLÍN

Por cierto, Gonzalo Arango, que fue un poeta y no un crítico del techno, llamaba a Medellín “pequeña Detroit”, por apestar a hollín y perseguir la industrialización desmedida. Por estos días, no es muy distinto el panorama. De hecho, ambientalmente es peor: los ciclistas andan con máscaras, hay toques de queda para los autos, alerta para las fábricas y a la ciudad la apodan Medehollín

Máquinaria mística

“Ni siquiera hay un rinconcito en tu monstruoso corazón de máquina para que florezca la flor bella, la flor inútil de la Poesía” (Arango 1963), decía el nadaísta. Pero nuestro panorama es otro, porque, aunque es evidente la prolongación del mito progresista que cautiva esta infanta Detroit y hace de su corazón cada día más monstruoso, a su vez presenciamos el grito de resistencia en la manifestación sónica, donde la estética aparece como ontología oscura, resonante, donde la novedad es un mito y la única alternativa pareciera ser el hecho de optar por algún refugio invisible, intangible y únicamente presente para quienes, aceptando su silencio, se permiten la escucha como espacio intermedio entre el robot y el místico. Porque si es ideal para místicos y de igual interés para industriales, como decía Arango, entonces esta tierra es ideal para estas máquinas místicas que son el rap y el techno, o estos místicos-máquina que son Granuja, Verraco o la familia de Move. Máquinas místicas en tanto son artificios programados bajo unos parámetros determinados, para cumplir funciones concretas, forzadas, repetitivas –en este caso místicas– que sobrepasan la razón para asumir lo inefable de la escucha y apuntar a la libertad y la plenitud. Y místicos-máquina, por ser eso mecanismos que habitan desde la insurgencia y buscan la emancipación al presentarse como nodos activos en la matriz que habita el ciborg.

La ficción sónica que comienza a tejerse en la Medellín del nuevo milenio es una especulación post-colonial de la escucha no tanto porque busque un reemplazo del modelo de la colonia, sino más bien por lo contrario: se dirige a una alternativa ontológica de la misma. Pero la escucha advierte con mayor contundencia que los espacios no son esquemas sino más bien puntos intermedios donde se generan todo tipo de posibilidades. Como enseña Timothy Morton en su ecología oscura, “un entorno no es un círculo cerrado sino un bucle cambiante” (Morton 2016), por ende, más que construir una Medellín que olvide su círculo vicioso, hemos de hallar en sus grietas la ruta hacia otros confines de la imaginación y el territorio en igual medida. Porque en una cultura de humo como la nuestra, donde las montañas nos permiten vivir en las nubes, el espacio para el onirismo siempre estará abierto. Por eso la importancia de surcar nuevos territorios que constituyan rutas al realismo, y reciban la ficción sónica como puente especulativo y en esa misma dirección, atiendan a la escucha como sentido generativo, creativo, propositivo, revelador de ‘mundos sónicos posibles’ (Voegelin 2014).

Una grieta en la pequeña Detroit

Por esto, más allá de tildarla de pequeña Detroit debido el techno y la industria, o pretender en cada esquina un Wu-Tang a causa del rap y la violencia, hemos antes que nada de buscarle a Medellín su particularidad sónica. ¿Qué es lo que tiene su sonido que le impide desprenderse de su fuerza utópica? Probablemente sea su caos mismo, su dicotomía, su indecisión, su contraste. Su ser intersticio, ser indefinido; el recuerdo vivo del peso de su historia, entrelazado con la levedad de su prodigiosa visión, hoy evidente en la arquitectura del rap y las órbitas del techno como antaño en los versos del poeta o el resonar de los cueros de tambor. La aspiración, sin embargo, sigue siendo la misma de cualquier ficción sónica: ser máquina reactiva hacia la liberación, una profunda transferencia de sensaciones.

El mestizofuturismo no es entonces un modelo de mundo sino una estrategia para agrietarlo. No es una cosmogonía sino una fuerza, un virus en el algoritmo de la identidad misma. El mestizaje no es aquí mezcla sino ausencia de génesis; y el futurismo no es pensamiento del presente hacia el futuro sino la emancipación del círculo vicioso que es el tiempo. El mestizofuturismo es una oportunidad para la especulación y la apertura de la escucha, donde es posible gestar mundos desde lo sónico, su respectiva agencia y su manera particular de auscultar lo rea,l ahí, en la mismísima oscuridad: con semillas invisibles, ingrávidas, intangibles, pero polisémicas, fantasiosas e imaginativas que son a fin de cuentas los impulsos que permite la manifestación sónica, la cual al estar siempre entre lo material y lo inmaterial, se vuelve el espacio ideal para una alquimia del sentido que nos permita nuevas definiciones de los lugares y momentos.

El mérito de la ficción sónica en medio de un panorama semejante, no es entonces el de la pretendida idea de una ciudad que ahora hace arte porque superó la violencia del siglo anterior. Si bien esa forma de violencia como tal, ya no está presente, sí lo hacen sus rescoldos, sus mutaciones y herencias, algunas aún más refinadas, más capaces, más subrepticias. Muchas operan a partir de otras formas, incluyendo las armas, pero también las imágenes, los discursos y la propaganda. Las hay también como masas simbólicas, instrumentos de logomaquia, basura intangible, señal indeseada, malware sónico. Todas a fin de cuentas vienen a ser parte de una programación forzada que no tiene otra función que hacer más grande el monstruoso corazón de máquina de esa Medellín que antes no tenía lugar para el poeta pero que hoy presenta una anomalía, una grieta que, pese su intangibilidad, no le caería mal el rótulo de esperanza. Aquí hemos preferido llamarla mestizofuturismo, un impulso que desconocemos a donde va a parar, pero en el cual, estamos seguros, floreció ya una inútil poesía, la de la música.

REFERENCIAS

  1. Arango, Gonzalo. 1963. Medellín, a solas contigo. Acceso febrero, 2018.  https://www.gonzaloarango.com/ideas/medellin.html
  2. Denk, Felix. Von Thülen, Sven. 2015. Der Klang der Familie: Berlín, el techno y la caída del muro. Alpha Decay.
  3. Eshun, Kodwo. 1998. More Brilliant than the sun: Adventures on Sonic Fiction. Quartet Books.
  4. Fisher, Mark. 2014. Ghosts of my life: Writings on Depression, Hauntology and Lost Futures. Zero Books.
  5. Granuja. 2017. Círculo Vicioso (CD), La Gra$a (MP3), Moebiuz.
  6. Montoya, Pablo. 2017. Medellín, ¿A dónde vamos? Revista Arcadia. Acceso febrero 2018. https://www.revistaarcadia.com/agenda/articulo/pablo-montoya-sobre-medellin-y-el-futuro-de-la-ciudad/66681
  7. Morton, Timothy. 2016. Dark Ecology. For a logic of future coexistence, Columbia University Press.
  8. Morton, Timothy. 2013. Realist Magic: Objects, Ontology, Causality. University of Michigan Library.
  9. Reynolds, Simon. 2014. Energy Flash. Un viaje a través de la música rave y la cultura de baile. Contra.
  10. Toop, David. 2016. Océano de sonido. Caja Negra.
  11. Verraco. 2017. Resistir, New Army of Androgynes. Insurgentes.
  12. Verraco. 2018. Don’t Kill’ em’ all. Insurgentes.
  13. Voegelin, Salomé. 2014. Sonic Possible Worlds: Hearing the Sonic Continuum, Bloomsbury.